lunes, 26 de diciembre de 2011

DESNUDA

DESNUDA
Al final, cada uno de nosotros se queda desnudo.
Al final, cada uno de nosotros se queda solo.
Muerte, lo mejor de tu vida, Neil Gaiman.

Aquélla mañana amaneció en su habitación.  Había pasado la noche en vela, a veces llorando, a veces sintiendo. Sintiendo la firmeza del colchón nuevo, la frigidez de las sábanas recién estrenadas, la soledad.
Tocaron las siete y media y tanteó la pared hasta encontrar el interruptor de la luz. Estrenaba habitación y todavía no la dominaba como para encontrar a oscuras el despertador. Se levantó, y pensó una vez más que aquélla cama era demasiado grande para ella. Encendió la luz, y al levantarse se detuvo ante el espejo. No recordaba haber encargado un espejo. ¿Para qué necesitaba ahora un espejo? Cerró bien la puerta del armario. Recordó haberla abierto el día anterior por el mero hecho de observar su nueva habitación. El armario, blanco como las cuatro paredes, estaba completamente vacío.
Se dirigió a la ducha, y dejó que el agua fría recorriese su cuerpo como el sufrimiento recorría su alma. Había pasado varias noches en casa de sus padres mientras el dolor se iba disipando poco a poco.
Después de la ducha se fue desnuda a la cocina para preparar el desayuno. Llevaba semanas desnuda. Un zumo de naranja, un café largo frío y dos tostadas con mermelada de naranja para ella. Un zumo de naranja, un vaso de leche caliente con cacao y galletas para María. Añadió una cucharada de azúcar al zumo de María. Cuando terminó fue a despertarla.
El tacto del pijama de felpa de María sobre su piel desnuda le dio los buenos días, y ella respondió con una tierna sonrisa. María era demasiado pequeña para comprender lo que había ocurrido,  no tenía edad para sentirse desnuda. María era vida, era luz, era levantarse todos los días para ir a trabajar.
Cuando salieron de casa ya había amanecido. La escuela quedaba a tan sólo cinco minutos a pie de casa. Había protegido a María del frío invernal con un anorak rojo, guantes, bufanda, botas de terciopelo. Y ella siempre desnuda, insensible al frío.
Y  volvieron a pasar por delante del hospital, y ella volvió a recordar aquélla mañana. Una mañana igual de fría, ella cobijada bajo un abrigo. Dejaría a María en el colegio, y después aprovecharía para hacer unas compras y se dedicaría a las tareas de la casa, tenía una montaña de ropa por planchar. Pero ante la puerta del hospital, una mujer vestida de blanco se interpuso en su camino. La llamó por su nombre. Debía acompañarla. Con María de la mano, y aferrándose a su abrigo a pesar del calor que hacía en el edificio, siguió a la enfermera por los pasillos del hospital.
Y el mundo se revolvió. La enfermera le tendió una mano gélida y pálida y la guió por un camino que no era el suyo, si no el de la persona amada. Y supo que al final del camino encontraría la verdad, las palabras que temía sentir algún día.
El final llegó. No era más que una sala de espera, una habitación de paredes ocre, de un pequeño claustrofóbico con las sillas de plástico alineadas en forma de óvalo, ocupadas por personas de cara desconocida. Ella fue guiada hasta el centro de la sala, con una mano agarrada a María y la otra a su abrigo. Sentía el calor casi asfixiante del exterior, pero no quería soltar su abrigo. Sentía sobre la piel las miradas de compasión que se habían vuelto hacia ellas.
La enfermera le dijo la verdad. Y la verdad le sentó como una luz blanca deslumbrante chocando contra su cabeza. María se distraía mirando divertida a su alrededor, todavía con su anorak rojo que le resguardaba del dolor. No tenía edad para sentirse desnuda. Pero ella se derretía. Su mundo dio un vuelco, y de pronto todo era blanco para ella. No veía nada ni a nadie, y en su interior sólo pudo sentir vacío.
Y poco a poco, segundo a segundo, sintió que su ropa caía a pedazos como mudando la piel. Hasta que de pronto se sintió desnuda, desprotegida ante aquellos desconocidos que la miraban afligidos. Y ante el dolor y la desnudez no pudo más que emanar lágrimas de desconsuelo, mientras María, bien abrigada, observaba divertida su alrededor.

Llegó el último día de clase de María, y con él el despunte de la estación del sol. Se levantó a las 7.30, como todas las mañanas, y subió la persiana de su habitación. Hoy el sol luciría acompañado de nubes y bruma. Pero luciría.
Después de la ducha abrió su armario, y de entre su escasa indumentaria escogió para hoy una fina tela de algodón color tierra. Llevó a María al colegio y volvió a pasar por delante del hospital, y pensó que hoy se pasaría por el cementerio, y que después había quedado con él para hacer un café.
Juan le había tendido una mano llena de calor y vida. Él había sido su hombro en el que apoyarse, su pañuelo, el hogar que había acogido a su alma desamparada. Con Juan sentía el sol de principios de verano extenderse sobre su piel y había sido capaz de empezar a vestirse.
Sentada frente suyo en el café, en una terraza del centro donde el sol se asomaba entre las nubes, sentía poco a poco que quizá la tela de algodón color tierra ya no era suficiente. Ahora se sentía un poco menos desnuda.
Por la tarde salió a recoger a María, con su tela de algodón y unos zapatos verdes que compró con la ayuda de Juan. Ahora se sentía dispuesta a caminar por la vida cogida de una mano cálida.